By Maritza Paredes
El COVID-19 viene golpeando duramente a la Amazonía. La región más afectada por la pandemia es Loreto, la quinta región con mayor número de casos a nivel nacional. Sin embargo, los números oficiales están lejos de revelar el verdadero drama. El 14 de mayo el Hospital Regional de Loreto registró más de 800 fallecimientos por COVID-19 en la región, seis veces más que la cifra oficial en ese momento (92).
La ayuda pública enviada es insuficiente dada la precariedad en la que se encontraban los servicios de salud, colapsando los hospitales desde el inicio de la pandemia. A principios de abril, la región de Loreto solo contaba con 70 camas en el hospital regional, así como 17 ventiladores mecánicos. Si bien hasta mediados de mayo han aumentado las camas de hospitalización y de cuidados intensivos, a 300 y 25, respectivamente. Los esfuerzos no son suficientes para atender la creciente demanda de estos servicios. En Ucayali la situación es peor. Los recursos médicos para enfrentar la pandemia se reducen a apenas 50 camas de hospitalización y 11 camas de cuidados intensivos con respiradores mecánicos. La situación se ha agravado por la escasez de oxígeno a causa de negocios irregulares de balones sobrevalorados y adulterados, que incluso sabotean los esfuerzos de la iglesia y otras organizaciones de proveer oxígeno seguro para los pacientes a medida que la necesidad crece.
La población indígena es uno de los grupos sociales más vulnerables, tanto la que se encuentra dentro de las comunidades como la que está en las ciudades y en tránsito. En Ucayali, la Feconau (Federación de Comunidades Nativas de Ucayali y Afluentes) reportó el fallecimiento de 45 indígenas Shipibo Konibo en la región, y en Madre de Dios se reportan 18 contagiados. En total se reportan más de 1,000 casos de contagio en pueblos indígenas en el país y 349 fallecimientos. La ayuda del gobierno enfrenta varias dificultades. Por un lado, el presupuesto destinado para la atención en la Amazonía se queda en las ciudades y no llega a las comunidades nativas. Por otro lado, el Estado no cuenta con una estrategia con un enfoque intercultural para la atención de pandemias. Los líderes indígenas en diferentes foros han expresado el temor de que la ayuda pública se convierta en una fuente de contagio en vez que de ayuda, como ocurrió en Trompeteros. Allí, una embarcación de ayuda de la Municipalidad recorrió las comunidades nativas con una tripulación que no contaba con las medidas de seguridad adecuada, y a la que posteriormente se le detectó el virus, lo que contribuyó a la expansión del contagio en las comunidades.
La pandemia vuelve a revelar que para nuestras élites la Amazonía ha sido y sigue siendo un territorio para extraer, pero no para incluir; un territorio para “conquistar” (evocando al presidente Belaunde), pero no para construir ciudadanos. En los años sesenta se emprendió la colonización de la Amazonía, promoviendo la migración de colonos, la construcción de carreteras y el crédito agrario. Sin embargo, el sueño de la Amazonía como un “ilimitado campo de cultivo y crianzas”, citando a Dourojeanni, dio inicio a la deforestación masiva de la selva central, el mayor desplazamiento de los pueblos amazónicos originarios, y luego, la violencia política y el narcotráfico. En el nuevo siglo, la actitud de las elites no ha sido diferente. Los episodios que llevaron a la tragedia del llamado Baguazo lo ilustran perfectamente. El gobierno de Alan García con su “Ley de la Selva” buscó exportar los recursos de la Amazonía a los mercados globales facilitando la inversión extranjera en los territorios indígenas, y acusó a sus pobladores e instituciones de ser el “impedimento” para el desarrollo económico en Perú. Sin embargo, el aprovechamiento de los recursos naturales de la Amazonía no ha venido acompañado de verdaderos esfuerzos de inclusión y ciudadanía.
Si bien el reconocimiento a los derechos de consulta de previa es un avance, la inversión del Estado para construir ciudadanía en la Amazonía tiene un récord lamentable en este último ciclo de crecimiento económico. Según el INEI, hasta el 2018, en Loreto y Ucayali había un médico por cada 1,000 habitantes, mientras que en Amazonas la cifra ascendía a un médico por cada 1,600 habitantes. En comparación con regiones como Lima o Cusco que tienen un médico por cada 220 habitantes. Según el último censo del año 2017, 67% de las comunidades nativas registradas no contaban con un establecimiento de salud en su territorio.
La pandemia también revela las limitaciones del enfoque con se concibió el ente rector de los pueblos indígenas, el Viceministerio de la Interculturalidad. Sus funciones acotadas a la promoción de políticas y prácticas interculturales, el reconocimiento de la diversidad cultural y la consulta previa, así como participar de procesos de diálogo en conflictos sociales es insuficiente frente a los desafíos que impone esta crisis y otras que ya están bien instaladas, como las crecientes economías ilegales. Se requieren políticas de articulación con otros sectores que promuevan la seguridad de los territorios indígenas y el bienestar social y económico de las comunidades. Esta muy bien, el reconocimiento de los derechos a la diversidad cultural, pero no se puede descuidar los derechos de equidad propios de la ciudadanía.
Ya existen un conjunto de medidas inteligentes planteadas por diversos actores y especialistas que hay que implementar, empezando por las propuestas por las mismas organizaciones indígenas. Se ha planteado paquetes de atención básicos a nivel comunal que incluya medicinas, pruebas y oxígeno, y además fortalecer las capacidades de los expertos en salud indígenas quienes son una pieza vital para la atención médica intercultural local. Se sugiere que en lugar de realizar transferencias monetarias a las comunidades que pueden implicar mayores posibilidades de contagio (por la necesidad de ir a las ciudades a abastecerse de productos), se empleen organizaciones preexistentes para el reparto y abastecimiento de víveres a las comunidades, como a través del programa Qaliwarma. También se ha sugerido la necesidad de protocolos de atención médica sanitaria coordinados con las organizaciones indígenas, presupuestos específicos e información oportuna y adecuada.
En todas estas medidas se debe tomar en cuenta la opinión de las organizaciones de los pueblos indígenas y otras organizaciones sociales. Estas organizaciones han demostrado nuevamente ser el corazón de la Amazonía en el territorio y fuera de el. La situación es grave, pero no hay silencio, ni pasividad. La situación de otras regiones del país es más desoladora, precisamente porque tras los números trágicos no parecen aparecer las voces ni acciones de la sociedad civil. Las organizaciones de los pueblos indígenas remontaron hace mucho tiempo la actitud de indiferencia, discriminación y despojo con movilización y activismo; y van a remontar la pandemia de la misma manera.
En el largo plazo, hay un enorme desafío y una terrible paradoja que resolver, ya no solo como país sino como comunidad internacional. No puede ser la Amazonía el oxígeno del planeta, cuando sus habitantes mueren por falta de él. No podemos evitar futuras pandemias y el riesgo a ellas, sin proteger los modos de vida de los pueblos indígenas que mantienen viva la diversidad genética que nos protege de ellas. El cambio para combatir el cambio climático es político y cultural. No podemos seguir pensando la Amazonía como un territorio a “conquistar”, esta vez para el ciudadano global y su ambiente en crisis, y seguir excluyendo a sus pueblos originarios. No hay salida a la degradación ambiental sin los pueblos indígenas, y ciertamente no sin los pueblos amazónicos. Se trata de la tarea gigantesca de construir ciudadanía en la Amazonía, o sea equidad, al mismo tiempo que respetando y protegiendo la diversidad cultural, el conocimiento y los modos de vida de sus pueblos.
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