Dándole Vuelta a la Hoja: Aplicabilidad Regional de Políticas Innovadoras Para el Control de Cultivos de Drogas en los Andes

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Thomas Grisaffi, Universidad de Reading

Linda Farthing, Red Andina de Información

Kathryn Ledebur, Red Andina de Información

Maritza Paredes, Pontificia Universidad Católica del Perú

Álvaro Pastor, Pontificia Universidad Católica del Perú

En todo el mundo, la falta de oportunidades, marginalización y desatención por parte del Estado caracterizan a la producción de cultivos empleados para la producción de drogas. Aunque estos temas se encuentran en el núcleo de políticas para el desarrollo económico y social, estos cultivos son conceptualizados principalmente como un asunto de delincuencia y seguridad (Alimi, 2019: 39). Bajo intensa presión del gobierno de los EE.UU. durante los últimos 40 años, este enfoque ha conllevado al establecimiento de políticas en la región andina que priorizan la erradicación forzosa de cultivos de hoja de coca, la principal materia prima empleada para producir clorhidrato de cocaína. Ello ha debilitado las economías locales, criminalizado a agricultores pobres y provocado violaciones a los derechos humanos mediante la legitimación del control militarizado sobre los cultivos y las drogas (Youngers y Rosin, 2005a).

Los principales países productores de hoja de coca son Colombia (de lejos, el mayor de ellos), seguido por el Perú y finalmente Bolivia, en un distante tercer lugar (UNODC, 2018a; 2019a, b). Tanto en el Perú como en Colombia, y tal como ocurría en Bolivia hasta el año 2004, el cultivo de hoja de coca se concentra en áreas rurales marginalizadas, caracterizadas por una presencia mínima de instituciones civiles del Estado, inseguridad respecto a la tenencia de la tierra, acceso limitado al crédito, débil infraestructura y altos índices de pobreza (Grimmelmann et al. 2017: 76). En la mayoría de estas zonas, el cultivo de la hoja de coca complementa la agricultura de subsistencia y es una de las pocas actividades económicas disponibles que generan ingresos en efectivo (Grisaffi y Ledebur, 2016: 9). Aunque el cultivo de la hoja de coca sea económicamente racional, los gestores de políticas sobre drogas a menudo desprecian el razonamiento de los agricultores que optan por este cultivo y “… consideran que los productores de cultivos empleados para producir drogas son simplemente delincuentes motivados por las ganancias” (Csete et al. 2016: 1,458).

Desde mediados de la década de 1980, sucesivos gobiernos estadounidenses han promovido una estrategia militarizada y prohibicionista para el control de drogas en la región andina. Los Estados Unidos han dictado de manera consistente los términos de la “Guerra contra las Drogas”, limitando cualquier debate respecto a alternativas. Este enfoque orientado por criterios de seguridad ha generado violencia y ha socavado las prácticas democráticas (Youngers y Rosin, 2005b)[i]. Esta guerra también ha fracasado en el logro de sus objetivos: la erradicación no ha reducido los cultivos de hoja de coca sino que simplemente los ha desplazado, a menudo a través de una difundida replantación que contribuye a la deforestación (Rincon-Ruiz y Kallis, 2013; Rincón-Ruiz et al., 2016; Reyes, 2014). La elaboración de cocaína a nivel global alcanzó su nivel más alto en el año 2000: un estimado de 1,650 toneladas (UNODC, 2001), y continúa el flujo de drogas hacia el hemisferio norte, sin dar señales de disminuir (Mejía, 2017).

Estas consecuencias provocaron un debate a nivel regional durante la última década, enfocado en el impacto de la reducción de la demanda sobre la violencia, corrupción y inestabilidad institucional alimentadas por las drogas (GCDP, 2018; LSE IDEAS, 2014)[ii]. Con este telón de fondo, Bolivia surgió como líder mundial al promover un modelo que no había sido puesto a prueba previamente para la reducción de daños del lado de la oferta, y que era a la vez participativo y no violento. Desde el año 2004, el gobierno boliviano ha permitido que los agricultores cocaleros cultiven una cantidad limitada de la hoja, producción que es controlada y manejada por sus propios sindicatos locales de cocaleros. Este programa ha tenido su mayor impacto en la región cocalera del Chapare ubicada al este de la ciudad de Cochabamba[iii],  recibiendo financiamiento de la Unión Europea entre los años 2009 y 2014[iv]. 

Aunque los resultados de este experimento han sido desiguales, el modelo boliviano no sólo ha demostrado ser más eficaz que la represión para reducir la extensión de los cultivos de coca, sino que ha expandido efectivamente los derechos sociales y civiles en regiones hasta entonces marginalizadas. Las políticas para el control comunitario de cultivos de hoja de coca han contribuido a la estabilidad regional, lo cual a su vez ha estimulado la diversificación económica aparte de la hoja de coca (Grisaffi, Farthing y Ledebur, 2017: 146). Medidas complementarias incluían inversión gubernamental en el Chapare, políticas de equidad de género para el sector de producción de hoja de coca y, a nivel internacional, la re-adhesión del Estado Plurinacional de Bolivia a la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, con una reserva relativa al derecho de los bolivianos a producir y consumir domésticamente la hoja de coca para fines lícitos.

El programa boliviano recibió amplios elogios como un ejemplo de una “mejor práctica” por parte de la Organización de Estados Americanos (Briones et al., 2013: 6) y de la Comisión Lancet-Johns Hopkins sobre Salud Pública y Políticas Internacionales sobre Drogas (Csete et al., 2016: 1,467). Un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) fechado en 2019 señala lo siguiente: “Al reconocer el cultivo de hoja de coca como una fuente legítima de ingreso, el gobierno ha ayudado a estabilizar los ingresos de los hogares y ha puesto a los agricultores en una mejor posición para asumir el riesgo de sustituir productos ilícitos con productos agropecuarios alternativos. El programa también ha jugado un papel importante en empoderar a las mujeres cocaleras” (PNUD, 2019: 9).

A lo largo del período de profundos cambios que atravesaron las políticas sobre cultivos de drogas empleados para producir drogas en Bolivia, su vecino Perú se mantuvo formalmente comprometido (tal como lo ha estado durante los últimos 40 años) con estrategias centradas en la erradicación de cultivos, las mismas que han sido diseñadas y, hasta el año 2011, financiadas por los EE. UU. Aunque el Perú ha tenido éxito en reducir el cultivo de la hoja de coca, especialmente en la región del Alto Huallaga en la selva peruana, la producción por hectárea se ha incrementado desde que el área de cultivo se trasladó al VRAEM (siglas que corresponden a la región formada por los valles de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro)[v]. 

Los antecedentes de insurgencia armada y continuación de la erradicación forzada en el Perú distinguen al país de sus vecinos.  No obstante, el programa de control comunitario de cultivos de coca en Bolivia ha capturado la imaginación de algunas organizaciones de cocaleros en el Perú. En 2019, tres delegaciones de líderes provenientes de seis regiones visitaron Bolivia para conocer más sobre el programa. Este interés se repite en la descripción del modelo boliviano formulada por la OEA en 2012 como digno de ser “replicado” (Briones et al., 2013: 6), y de un Programa de Desarrollo de las NN.UU. que señala que “la experiencia de Bolivia […] podría inspirar e informar intervenciones y políticas de desarrollo del lado de la oferta en otros países” (PNUD, 2016: 14).

Resulta crucial analizar y contrastar estrategias sobre control de la hoja de coca y desarrollo en Bolivia y el Perú a través de la intersección del desarrollo participativo, el control social, y la relación entre agricultores y el Estado. El trabajo de campo etnográfico de largo plazo, datos procedentes de entrevistas y discusiones de grupos focales realizadas en ambos países, combinadas con investigaciones secundarias obtenidas de informes gubernamentales, de ONG y agencias internacionales, resaltan de manera especial los esfuerzos para el desarrollo social y económico en regiones productoras de hoja de coca, incluyendo la experiencia de Bolivia con el control comunitario de cultivos de coca. A pedido de los agricultores, el gobierno peruano está considerando actualmente la implementación parcial del modelo boliviano en el Perú. Los múltiples retos por delante incluyen la trayectoria organizacional y formación de identidad diferenciadas entre los agricultores cocaleros de ambos países, así como las diferencias en cuanto a inversión gubernamental en áreas rurales y los antecedentes de deshonestidad por parte de las autoridades peruanas.

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